Luisma era una persona poco creíble, dejé de contar sus historias porque eso reflejaban los rostros de las personas a quienes se las decía, cuanto más me emocionaba recordando algún episodio, más claramente mostraban esa desconfianza, los más cercanos, me lo decían directamente: No era factible que una persona en sus cabales viviera de esa manera y planteaban tres alternativas posibles : o estaba rematadamente loco o era un mentiroso patológico , la tercera era que yo me estuviera inventando todo aquello.
Lo más triste de esto, es que yo tenía una necesidad inmensa, tal vez patológica, de contarlo, de no dejarle morir en mi recuerdo, necesitaba hablar de él, de nuestra historia juntos, aferrarme de todas las maneras posibles a efectos de justificar mi propia locura, la construcción de una vida fuera de toda lógica. Incluyendo el final de esa vida. Me daba cuenta ahora que nunca me preparé para llegar tan lejos sin él, me sentía como una “viuda divorciada” (¿o una divorciada viuda?).
Luisma no era mi pareja, nunca lo fue, pero yo lo amaba profundamente y sé que él a mí, fuimos “mejores amigos” desde el primer día en la adolescencia, en la que nos encontramos en una reunioncita en casa de mis primas, él tocaba la guitarra y cantaba, yo lo escuchaba embelesada. Desde que fui trasplantada a ese país del Caribe, era la primera vez que un chico de mi edad me hablaba con naturalidad de mi país y ahora cantaba una canción de mi región, una canción que además decía mucho de él. “Sapo cancionero”. Más tarde, entre burlas de quienes esperaban canciones de moda, me cantó “Amigo mío “, de Joan Manuel Serrat y ese fue el primer código para inventarnos un lenguaje secreto.
Y así, a los 11 años, Luisma me salvó, me rescató de un lugar en el que hacía inmensos esfuerzos por encajar y parecía que lo lograba, pero solo cuando estaba con él, era yo misma, sin disfraces, hablando de las cosas que me importaban, de lo que creía, de lo que me preocupaba y de los libros que leía, también era el único adolescente en el pueblo, que leía libros por gusto y no porque se los mandaban en la escuela.
Un día se fue lejos, a una vida itinerante con un trabajo en torres petroleras de distintos lugares del mundo, desde los cuales me escribía cartas y cada tanto aparecía, siempre sin avisar previamente y siempre en el momento justo en que yo lo necesitaba, invariablemente con una palabra mágica que recordara nuestra unión de la adolescencia.
Otro día volvió para quedarse y, aunque nunca estuvo del todo quieto, compartimos grandes pedazos de la vida, las aventuras ya no eran historias, eran nuestra vivencia, como si no pudiéramos parar de buscar algo que no se nos había perdido, pero, sobre todo, no podíamos parar de compartir lo que íbamos encontrando. Creo que eso me trajo hasta aquí, con el único recurso que me queda:
Querido Luisma:
Me acuerdo del tiempo en que usábamos el correo tradicional, era tan grato y emocionante ir al Apartado Postal, encontrar carta de Lupita, por ejemplo y sentarnos en la plaza a leerla riendo, recuerdo también que te burlabas y decías cosas como “ustedes los sureños escriben como hablan”.
Años más tarde las cartas fueron tuyas y escribías como hablabas, y no me refiero a que se te haya pegado ningún acento sureño, sino a tu capacidad de hacerme sentir que estábamos conversando.
Hacía rato que existía el Internet cuando tú y yo seguíamos usando el correo tradicional. Yo le escribía a Pablo, tú a Martha y cuando estábamos con ellos, nos escribíamos entre nosotros.
Imagino que esa pudo ser una de las razones por las que todos a nuestro alrededor pensaban que podíamos tener una relación amorosa: de jóvenes fuimos inseparables, cuando nos distanciamos físicamente nos escribamos casi a diario y una vez que nos volvimos a juntar, construimos un mundo de proyectos que nos tenían siempre juntos, tu novia estaba en Bogota y el mío en Nueva York. De verdad, daba para pensar, pasábamos más tiempo junto que con ellos.
No era fácil de entender nuestra amistad, veníamos incluidos en la relación, en llamadas larguísimas, en los más locos negocios que a alguien se le pudiera ocurrir o en indeterminable cantidad de cartas, tu estabas en mi vida y yo en la tuya.
Hoy ya nadie usa el correo tradicional y no tengo tu dirección postal, inclusive desde antes de que te fueras a navegar, comenzamos a usar Internet entre nosotros, como quien dice, “claudicamos “y me alegro, fue la mejor manera de sentir que estaba contigo en el cruce del Atlántico.
Lo que nunca calculé, ni cerca, es que era tu última aventura, que ese era el último de tus viajes y que nunca más ibas a escribir desde ningún lugar exótico, ni a mano, ni a máquina ni por correo electrónico. Y después de este tiempo aprendí que se puede vivir sin que estés, es como decía tu hermana “Hacemos de cuenta que está en Yemen, y ahí vamos, más o menos se puede”. Era cierto, en cada viaje tuve que aprender a resolver la vida sin ti, parecía que lo iba logrando, pero se instaló en mi ese vacío, que hasta hoy comprendo.
Puedo aprender a vivir sin ti, pero vivir sin tus cartas, eso es otra cosa.
Cuando te preguntaba como hacías para escribir así, decías: ““Porque en realidad me escribo para mí, aunque tu seas el destinatario, te uso para decirme lo que pienso sobre lo que me pasa y luego mirarlo desde afuera “
Tal vez es eso es lo que estoy haciendo, “escribiéndome”, replanteándome una vez más lo que significó tu presencia y lo que es hoy tu ausencia. Pero quizás no es tan profundo, es posible que solo te escriba para ver si algún día llega de nuevo el cartero.
Pato
Nota: nuestra amistad fue analógica, de ahí la ausencia de fotos, cualquier día de estos me pongo a escanear mientras espero al cartero
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